El escándalo provocado por el campeón Carlsen al acusar sin pruebas a Niemann resalta los peligros de la tecnología revolucionaria.
Si el reputado ingeniero e inventor austro-húngaro Wolfgang von Kempelen (1734-1804) saliera hoy de su tumba, esbozaría probablemente una sonrisa de gran satisfacción al ver el escándalo de Carlsen. Sobre todo en su ramificación más chirriante, sustentada por el magnate Elon Musk (Tesla): Niemann habría usado unos dispositivos anales, conectados con alguien que seguía la partida en directo por internet con ayuda de computadoras que calculan millones de jugadas por segundo, para que le dijeran cuál era su mejor movimiento. Tal excentricidad es técnicamente posible, pero absurda, porque se podría lograr lo mismo con un simple microauricular escondido en el oído de Niemann que pasaría sin problemas por los detectores de metales que utilizan los árbitros de los torneos importantes.
¿Por qué sentiría Kempelen, a quien Edgar Allan Poe dedicó un ensayo, un subidón en su autoestima? Porque su vistosa máquina, El Turco, vestida con ropas turcas, hizo furor jugando al ajedrez en diversas cortes europeas, donde derrotó a Napoleón y Catalina La Grande, entre otros. Y más tarde, en una gira por América, con Kempelen ya fallecido, a Benjamin Franklin y muchos más.
La trampa era un ajedrecista de alto nivel y muy baja estatura escondido en el interior. No se descubrió durante decenios por la gran inteligencia de Kempelen, quien, gracias a un preciso juego de espejos, abría las puertas de los cuatro lados de la máquina sin que se viese nada sospechoso. Y encendía candelabros en la parte superior para disimular el humo de la vela que alumbraba al jugador oculto.
Con la tecnología del siglo XVIII, solo esos engaños tan ingeniosos podían lograr que una máquina jugase al ajedrez. Con la de principios del XX, y sin artimaña alguna, lo consiguió parcialmente el ingeniero Leonardo Torres-Quevedo (1852-1936), uno de los científicos españoles más brillantes de la historia —también inventó el mando a distancia, la tecnología de los globos Zeppelin y el transbordador que utilizan los turistas en las cataratas del Niágara—, a pesar de que poquísimos españoles saben quién fue. Su autómata, que daba perfectamente el jaque mate de torre y rey contra rey solo, se conserva (pero no se ha restaurado) en la Universidad Politécnica de Madrid.
Tres cuartos de siglo después, en 1997, ocurrió en Nueva York un hecho cuya importancia trascendía mucho el ámbito del ajedrez. Se disputaba la 2ª partida del 2º duelo entre el campeón del mundo, Gari Kaspárov, y la computadora Deep Blue, de IBM, derrotada por el soviético un año antes en Filadelfia (2-4). El ajedrecista de silicio estaba atacando al humano, quien se disponía al contraataque. Y, de pronto, la máquina hizo algo asombroso, que dejó estupefactos a quienes seguíamos la lucha desde la sala de prensa: en lugar de continuar con su ofensiva, intercaló un movimiento de bloqueo para prevenir el contragolpe. Eso es lo que probablemente hubiera hecho un jugador humano de élite en una situación inversa, pero jamás un inhumano hasta entonces, porque esa manera de pensar era inconcebible en una máquina.
Kaspárov sufrió en ese momento uno de los mayores traumas de su carrera. Acusó a IBM de trampa con una intervención humana en el momento clave de esa partida, que perdió. El duelo llegó igualado (2,5-2,5) a la sexta y última, pero el campeón estaba desquiciado y volvió a perder, con un juego impropio de su genialidad. La noticia dio la vuelta al mundo, las acciones de IBM se dispararon y Kaspárov montó un escándalo durante la conferencia de prensa final, insistiendo en su acusación y exigiendo un duelo de revancha que nunca obtuvo.
Diez años después, hacia 2007, ya no había duda alguna de que el mejor ajedrecista del mundo era de silicio. Eso asustaba a mucha gente, por la perspectiva de que las máquinas tomasen el control del mundo, pero el ajedrez humano y de computadoras convivían bien, como el atletismo y el ciclismo o el motociclismo con la Fórmula 1. Además, lo que IBM aprendió con Deep Blue para tumbar a Kaspárov se aplicó después en campos muy importantes del cálculo molecular (fabricación de medicamentos complejos, pronóstico meteorológico, planificación de la agricultura…). Sin embargo, surgió un problema preocupante, que ponía en peligro el futuro del ajedrez como deporte: las trampas con ayuda de computadoras muy potentes.
Un jugador que decía llamarse John Von Neumann, como el famoso matemático húngaro que murió en 1957, había sacudido el Open de Filadelfia de 1993 con un inquietante escándalo porque alternaba errores de principiante con victorias magistrales sobre algunos favoritos. En realidad, era un impostor y provocador: ni siquiera sabía las reglas, pero estaba conectado por un pequeño auricular con un amigo y un ordenador instalados en otra habitación. El engaño se descubrió porque los fallos técnicos en la comunicación causaban a veces jugadas espantosas.
Así surgió la prohibición de entrar en la sala de juego con un teléfono móvil y la necesidad de que los árbitros escaneen el cuerpo de cada participante en la entrada de los torneos importantes, entre otras medidas. Desde entonces ha habido muchos jugadores castigados en los clubes de ajedrez virtuales por internet, que han desarrollado algoritmos para cazar tramposos: si sus jugadas coinciden en un porcentaje muy alto con las que harían las máquinas, se da por seguro que están engañando.
Pero nunca hasta ahora hubo un caso en la élite mundial, porque los astros del ajedrez, que ganan dinero más que suficiente para una vida muy placentera, saben que su carrera terminaría de inmediato si les pillan engañando. Lo más cercano ocurrió en la Olimpiada de Ajedrez de Janti Mansiisk (Rusia, 2010), donde un miembro de la selección francesa, Sebastian Feller (hoy es el 435º del mundo), recibía ayuda por medio del lenguaje gestual de su capitán, Arnaud Hauchard, quien a su vez estaba conectado con un compinche en Francia que seguía las partidas en directo.
Hasta que ha llegado el caso Niemann, cuyo apellido se parece por pura casualidad al del insigne Neumann. El joven estadounidense, quien ya había ganado a Carlsen en el torneo de partidas rápidas de Miami en agosto, volvió a hacerlo en septiembre, pero esta vez en una de las competiciones (de partidas lentas) más importantes del año, la Copa Sinquefield en San Luis (EE UU). El campeón del mundo reaccionó de manera inaudita, retirándose del torneo —no lo había hecho nunca en su vida— y sin dar explicaciones; solo añadió a su tuit un vídeo del entrenador de fútbol José Mourinho en el que dice: “No hablo porque si lo hago tendré problemas graves”. Pero los organizadores dejaron muy claro que había una acusación implícita de trampas al decretar de inmediato que, desde la ronda siguiente, se retrasase 15 minutos la retransmisión de las partidas en directo, de tal modo que los intentos de hacer trampas no tendrían sentido porque el tramposo perdería por tiempo.
A partir de ahí, el escándalo en redes sociales y medios de comunicación ha sido mayúsculo, y alimentado por otros dos hechos muy llamativos. Niemann admitió en una entrevista con Chess24 (plataforma de ajedrez en internet cuyo principal accionista es Carlsen) que había hecho trampas en partidas por internet entre los 13 y los 16, pero no después (“aprendí la lección”) y jamás en partidas presenciales. Y cuando les tocó enfrentarse de nuevo, en un torneo rápido por internet organizado por Chess.com, que hace dos meses compró Chess24, Carlsen volvió a hacer algo muy antideportivo que no había hecho nunca: rendirse ante Niemann tras hacer un solo movimiento.
La mayoría de los grandes maestros que han opinado, incluido el excampeón Gari Kaspárov, exigen que Carlsen dé explicaciones en lugar de tirar la piedra y esconder la mano. El noruego no ha dicho nada sustancial hasta el momento de escribir estas líneas, pero quizá lo haga a partir de la noche de este domingo, cuando termine la final de ese torneo frente al indio Arjun Erigaisi. Mientras tanto, una legión de fanáticos del escandinavo muestra una confianza ciega en él y en sus acusaciones veladas, a pesar de que su comportamiento está muy cerca de la calumnia.
Más allá del trasfondo moral del asunto, este escándalo es solo un anticipo del gran salto adelante: los expertos aseguran que nuestros cerebros estarán conectados a un chip, o lo tendrán insertado, antes de 10 años. Será un cambio importante en nuestras vidas y un gran avance en muchos ámbitos; por ejemplo, en la prevención de enfermedades. Pero terminará con el ajedrez como deporte, salvo que los árbitros puedan desactivar ese chip mientras duren las partidas. En todo caso, esas enormidades tendrán una lógica y no llegarán al extremo de lo absurdo, como ocurrió hace unos días, cuando Niemann, ante las acusaciones de haberse metido algo en el ano, dijo: “Estoy dispuesto a jugar desnudo”.