Atrapado por la India
El campeón del mundo Viswanathan Anand provoca la misma pasión popular que el balón y ha conseguido que millones de niños indios estudien ajedrez en el colegio
Viswanathan Anand
ha logrado que los programas de televisión de India se interrumpan para
dar resultados de sus partidas. O que los recibimientos tras cada uno
de sus cinco títulos mundiales recuerden a los del Real Madrid en
Cibeles o el Barça en Canaletas. Elegido “deportista indio del milenio”,
también ha conseguido que 11 millones de niños de su Estado, Tamil
Nadu, estudien ajedrez en el colegio. Ello me ha permitido conocer por
dentro –fuera de los circuitos turísticos– un lugar fascinante, único,
imprescindible para todo viajero que se precie.
Mis dos primeras inmersiones en el país fueron sendas
estancias de varias semanas en Sanghi Nagar, un villorrio alrededor de
una fábrica que patrocinaba parte del Campeonato del Mundo de 1994-1995
en el Estado de Andhra Pradesh,
cuyos habitantes alardean de que su cocina es la más picante de India.
Mi primera noche tras la cena fue un suplicio inolvidable. Cuando bajé a
desayunar, bastaba mirar todos los platos que se ofrecían para saber
que incendiaban la boca. Entonces descubrí una enorme fuente de yogur,
blanco, fresco, y lo entendí como prueba de la existencia de Dios y de
su bondad infinita. Me serví un plato sopero hasta arriba…, pero el
yogur también era picante.
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Además de volver al ateísmo, afrontaba un dilema: o confiar
en la gran capacidad de adaptación del estómago humano o dedicar mucho
tiempo y esfuerzo cada día a buscar comida normal. Opté por lo
primero, y además de manera extrema: en lugar del hotel para los
periodistas, comía con los obreros de la fábrica, con las manos (mejor
dicho, con la derecha, porque la izquierda se utiliza como papel
higiénico cuando este falta). Y aunque al principio echaba fuego como un
dragón, mi cuerpo aguantó como un jabato, y yo aprendí mucho sobre la
cultura y la idiosincrasia de los nativos.
Una manera eficaz de captar el espíritu indio en las grandes
ciudades es recorrerlas en hora punta en un mototaxi (triciclo
motorizado con techo). Cuando el viajero se baja del vehículo se siente
como si saliera de un laberinto psicodélico, emborrachado de sonidos,
olores y colores. Con ese recuerdo imborrable de mis pasos por Bombay y
Delhi tomé otra decisión radical en noviembre de 2014 al llegar a
Chennai (la antigua Madrás) para cubrir el primer Mundial Anand-Carlsen durante dos semanas: alojarme en un hotelito de un barrio de vida trepidante donde es rarísimo ver extranjeros.
Los 15 minutos que caminaba cada día, sin aceras, para ir de
mi hotel económico al superlujoso Hyatt Regency –sede del Mundial–
sirven para definir el embriagador ambiente normal de cualquier gran
ciudad de India. Como todos los peatones, tienes que adquirir
rápidamente la habilidad de ir sorteando cantidades industriales de
personas, coches, carros, motos, bicicletas, perros, gatos, gallinas –no
había vacas– y toda clase de puestos callejeros, mientras al mismo
tiempo procuras no tropezar con las numerosas desigualdades del asfalto o
la gravilla, y disfrutas o sufres de variopintos olores, colores,
sabores (venden comida por doquier), rostros dignos de un gran retrato y
ruidos o sonidos de toda índole, incluida la típica y vivaracha música
india. Tus cinco sentidos –y quizá también alguno adicional, que sirve
para no chocar o ser atropellado– se disparan. Y todo ello bajo un calor
que te derrite.
Cuando, tras ese guirigay mareante, entraba por fin en el
lujo exagerado del Hyatt, era como pasar de un planeta a otro. Así son
los contrastes brutales de un país maravilloso de insultante
desigualdad. India no se ve, se vive. No se visita, es ella quien
penetra en tu mente y cambia tu visión del resto del mundo. Cuando
vuelves de India ya no eres el mismo.
elpaissemanal@elpais.esFuente: www.elpais.com