Por: Eduardo Bermúdez Barrera PhD.
Universidad
del Atlántico
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Foto cortesía Eduardo Bermúdez Barrera |
"Alguna vez los hombres tuvieron que ser
semidioses; si no, no habrían inventado el ajedrez"
Un día como
hoy en la Paris de Sartre, Hemingway, Henry Miller, en el otoño de 1932, un
hombre que amaba a los gatos, a las mujeres maduras y los ataques directos al
rey, celebraba sus cuarenta años. Estaba en el apogeo de su fama, los había
vencido a todos, viajó por todo el mundo dando exhibiciones de simultáneas a
ciegas desde Colombia hasta Japón, se llamaba Alexander Alekhine y se había
coronado cinco años antes campeón mundial de ajedrez tras vencer al invencible
Capablanca. Nadie nunca quiso tanto al ajedrez como él, nadie lo promocionó
nunca antes como él. Quizá un Bobby Fischer o un tal Mischa Tal podrían acercársele,
pero nunca superar el amor que este gran artista tuvo por el juego de los semidioses.
Aliójin, que
es como se oye su nombre en ruso, habitaba en Paris, pero había nacido en Moscú
en el seno de una aristocrática familia rusa. Aprendió el mágico movimiento de
las piezas de ajedrez de manos de su abuela y pronto, muy pronto, superó a su
hermano mayor quien también fue un hábil jugador. La belleza de las
combinaciones del juego ciencia lo atrajo apasionadamente al punto que, desde
su tierna adolescencia, se iba a escondidas de sus padres y su abuela a jugar a
los clubes de la Rusia zarista y prerrevolucionaria donde había una gran actividad
ajedrecística. Recordemos que los zares desde Iván el Terrible hasta el Zar
Nicolás II y los líderes de la revolución bolchevique como Trotsky y Lenin,
jugaban al ajedrez.
Hacia 1914,
cuando comenzaba la primera guerra mundial, Alekhine era uno de solo
cinco jugadores en el mundo que poseían del título de Gran Maestro. Los otros
cuatro eran: el campeón mundial de entonces Enmanuel Lasker, el norteamericano
Frank Marshall, el gran teórico alemán Tarrasch y el extraordinario cubanoamericano
Capablanca. Alekhine y otros grandes jugadores estaban en el torneo de Mannhein,
cuando Gavrilo Princip asesinó al Archiduque Francisco Fernando de Austria,
inmediatamente después del suceso, los ajedrecistas fueron arrestados por
considerárseles “extranjeros peligrosos”, pero ellos fieles a su pasión se
dedicaron a jugar partidas a ciegas mientras estaban reclusos y sin tableros a
mano.
75 años
después de la muerte de Alekhine, ocurrida en marzo de 1946, se produjo la
publicación de la novela de Arthur Larrue, La Diagonal de Alekhine
anunciada como: “La increíble vida de Alexander Alekhine, conocido como «el
sádico del ajedrez», «más inmoral que Richard Wagner y que Jack el
Destripador», consagrado por el Zar, perseguido por Stalin, esbirro de Goebbels”.
Allí se narran pormenores de la misteriosa muerte de este, el único campeón
mundial fallecido en posesión del título. La foto que se divulgó de su muerte
es bastante sospechosa y personalidades de pensamiento independiente y crítico
en el mundo del ajedrez como Boris Spassky o el canadiense Kevin Spragett, han
cuestionado la versión oficial de “muerte por atragantamiento con un pedazo de
carne”.
Finalizaré
con una forma verbal poco usual: Alekhine no se murió, a Alekhine lo murieron.