Un gimnasio para la mente
Además de un deporte, un arte y una lucha política, el ajedrez es un laboratorio de psicología experimental. O, como dice el autor de esta nota, un terreno para entender cómo pensamos, cómo decidimos, cómo intuimos, tememos, creamos y, también, cómo agredimos.
POR Mariano Sigman
El ajedrez se juega en las plazas de todos los pueblos en China 
con elefantes que no cruzan el río que divide las dos mitades del 
tablero. Se juega en Japón con lanceros, campesinos y generales; 
soldados traicioneros que se suman al ejército oponente una vez 
capturados. Y el ajedrez moderno, con elefantes devenidos en alfiles, se
 juega en colegios del Gran Buenos Aires, en bares de Amsterdam, cafés 
en París, clubes en Manhattan y plazas de Azerbaiyán. El ajedrez de alta
 competición lo domina un noruego (Carlsen), un indio (Anand), un ruso 
(Kramnkik), un búlgaro (Topalov) y un armenio (Aronian). Y en el mundo 
sin fronteras de Internet, al ritmo frenético y tremendamente adictivo 
del blitz , unas diez millones de personas movemos piezas en 
partidas jugadas con apenas pocos segundos por jugada para completar la 
partida en menos de tres minutos. 
El ajedrez es arte en la foto 
de 1963 de Marcel Duchamp jugando con la escritora Eve Babitz tal como 
vino al mundo y en la obra del gran maestro Misha Tal, que iluminó la 
bohemia moscovita de la segunda mitad del siglo XX con una fanfarria de 
ataque y fuego en el tablero. El ajedrez (“la gimnasia de la mente”, 
según Lenin) es deporte. La batalla de 1984 en la que Kasparov y Karpov 
se jugaron la corona del mundo se suspendió cuando Karpov, exhausto, 
había perdido más de diez kilos. Y el ajedrez es política. Bobby Fischer
 y Boris Spassky, en plena Guerra Fría, disputaron mucho más que el 
trono máximo de un juego de mesa.
En su carácter de avatar 
social, el ajedrez también ha sido un oráculo. De ahí que el 
poema-homenaje de Borges lleva al ajedrez mucho más allá de su condición
 de juego universal. Instala el tablero como escenario de la vida. En 
algún eslabón de la jerarquía infinita de trebejos (o piezas), el juego 
es la vida misma; nosotros sus piezas. 
Y en ese ejercicio 
reflexivo el ajedrez se vuelve también un terreno para entender cómo 
pensamos, cómo decidimos, cómo nos equivocamos, cómo intuimos, 
agredimos, tememos, respetamos, imaginamos y creamos. Porque todo eso 
sucede, como en la vida misma, en un tablero de ajedrez. Es decir, el 
ajedrez es, ni más ni menos, un laboratorio de psicología experimental. 
El experimento de los psicólogos William Chase y Herb Simon de 
1973 es un ejemplo de la usina experimental del ajedrez para descifrar 
la organización del pensamiento. ¿Cuántas piezas pueden memorizarse en 
un tablero de ajedrez? Los aficionados recuerdan pocas. En cambio, los 
grandes maestros reconstruyen sin esfuerzo una posición repleta de 
piezas. 
La conclusión no es sorprendente: los grandes maestros 
tienen una memoria prodigiosa. Pues no. Los mismos maestros recuerdan 
unas pocas piezas en una posición que no es natural del ajedrez, en la 
que los trebejos están dispuestos al azar. Es, para nosotros, lo mismo 
que comparar memorizar una canción o una secuencia azarosa de palabras. 
El corolario es mucho más interesante: los ajedrecistas no piensan más, 
como queda claro en la respuesta que dio el campeón cubano José Raúl 
Capablanca cuando le preguntaron cuántas jugadas pensaba: “Sólo una 
–contestó–, la mejor”. 
El ajedrecista ha creado su propio 
lenguaje, su propio mundo visual con gramática y sintaxis en el tablero.
 Reconoce una posición, un error, un punto débil como nosotros 
reconocemos un gesto, como un músico advierte una nota desafinada. El 
ajedrecista ha desarrollado una heurística que le permite operar 
intuitivamente en el espacio de los trebejos. Es común, de hecho, que un
 maestro tenga una opinión fuerte sobre una posición sin saber explicar 
por qué. 
Con esto, el ajedrez es de hecho un nicho óptimo para 
desmitificar una dicotomía en boga: ¿Deliberación o corazonada? ¿Razón o
 instinto? Sucede que razón e instinto se oponen menos de lo que 
suponemos. El gran maestro considera sólo unas pocas jugadas. Esta poda 
no es por lo general racional, ni deliberada, ni consciente. Sucede en 
el subterráneo de la mente, en el plano de la intuición. Luego de este 
filtro, consideradas sólo aquellas pocas jugadas que al maestro “le caen
 bien”, el cálculo explícito, racional, casi aritmético, consciente y 
deliberado de variantes, se vuelve posible. 
Este ejemplo revela 
un principio fundamental: el parámetro que arbitra entre la intuición y 
la razón es el tamaño del problema. En problemas acotados (como un final
 de pocas piezas), la razón premia. El cálculo exacto es posible y la 
precisión domina la escena. En problemas vastos, seguir la intuición es,
 de hecho, más efectivo. En el ajedrez, como en la vida, razón e 
intuición se orquestan dando cada uno lo mejor de sí.  
El inglés 
Alan Turing cambió el mundo por partida doble inventando la computación y
 descifrando el código secreto con el que se comunicaban los nazis. Hace
 más de 50 años, Turing inventó y ejecutó en primera persona (el software estaba más que nunca por delante del hardware
 ) el primer programa para jugar ajedrez. Fue la primera derrota de un 
programa. Y en esa partida, nacía la inteligencia artificial, la 
mecanización del pensamiento. 
A décadas del primer esbozo de 
Turing, el proyecto (del ajedrez y de la inteligencia artificial) ha 
sido tremendamente exitoso. Las computadoras juegan mejor que el mejor 
de los maestros. En las damas, ha sido tan potente la informática que de
 hecho ha cerrado el juego. Se acabó. Sin embargo, este éxito no hubiese
 llenado de orgullo a Turing que veía su gesta de mecanización de la 
inteligencia como una vía para entender nuestro propio pensamiento. 
Las
 computadoras juegan muy distinto a cómo jugamos nosotros. Y esto no es 
porque sean máquinas, incapaces de sentir o intuir. Es simplemente 
porque, urgidos por la necesidad concreta, la opción de los 
desarrolladores fue mejorar aquello en que somos más flacos: el cálculo.
 Empieza ahora acaso el desafío más apasionante en el capítulo de la 
inteligencia artificial: modelar máquinas que aprenden, que copian, que 
imitan, que crecen, que observan. Programar la heurística del buen gusto
 ajedrecístico para armar bestias mecánicas que nos venzan en el que 
–por escondido y misterioso– parece ser nuestro rincón más preciado: la 
intuición.
Fuente: www.revistaenie.clarin.com