De la misteriosa felicidad del ajedrez 
      | 
 Juan A. Castro Torres periodista y escritor | 
 
Desde ya, no crea, totalmente, que la felicidad es  misteriosa. La felicidad  tiene poco de misteriosa, pero hay que  desandar un rato –a veces ni toda una vida alcanza– para tropezar con  ella. No se encuentra en las grandes epopeyas del hombre. Adán y Eva la  tuvieron a la mano y ni se enteraron. Quien inventó la rueda seguro que  no la encontró por su genial acierto puesto que tuvo que matarse  trabajando para que sus congéneres entendieran la utilidad de semejante  artificio que dio al traste con la cuadratura del círculo, que, en su  momento, intentó Hipócrates.
Ni tampoco fue feliz aquel primate que  descubrió el fuego porque si así no hubiese sido habría desaparecido  como les ocurrió a los enormes y desavisados dinosaurios que no se  avivaron a tiempo, comieron verduritas crudas sin calorías y los mató el  frio.Ya se sabe que la felicidad no está en el shopping ni en ninguna  otra parte que no sea en nuestro interior, en nosotros mismos, en  nuestra conducta, en nuestra capacidad para decidirnos a amar, a gozar  con las simples cosas que nos proponen nuestros pensamientos positivos y  la vida que nos toca vivir desde ellos. La felicidad no se aprende en  ninguna escuela, está disponible en la introspección, en nuestras  fantasías, en nuestras ilusiones, flota con el aire y con el sol que la  enciende, a la mano en las maravillas de la propia naturaleza, como el  majestuoso vuelo del cóndor andino. Se la puede encontrar en un solo  parpadeo o no. Pero está, existe. Solo que, como el camaleón, suele  mimetizarse.
 Quienes la encontraron saben de qué estamos hablando cuando hablamos de  la felicidad. Lo más extraordinario es que cada individuo, libre o  atrapado por su propia cultura o religión, tiene una mirada única sobre  la felicidad. Sin embargo hay felicidades que, explicadas a los otros,  pueden traernos la felicidad, de allí que los maestros resultan  imprescindibles a lo largo de toda nuestra mortal existencia. Las más  difíciles de encontrar, las felicidades compartidas, el cordón  umbilical. Las felicidades sociales que, a veces, suelen ser  inexplicables pero nos muestran la voluntad de tribu, de colmena, donde  por ser todos iguales, pero diferentes, sentimos la felicidad como  propiedad permanente. Son las más imimportantes. Son las del alma  universal.
 Ahora sí, si ya reflexionó lo suficiente como es la cuestión de la  misteriosa felicidad, no pierda tiempo, no me agradezca nada, vaya y  juegue una partida de ajedrez y sabrá, definitivamente, de qué estamos  hablando, cuando hablamos de felicidad eterna. Eso sí, aunque la puja  sea virtual, no se olvide de desearle suerte a su ocasional adversario,  sonría, estréchele la diestra vigorosamente y, pierda o gane, sea feliz  por el simple placer de vivirlo con humana intensidad. Lo demás es puro  cuento.
 (*) Periodista, escritor y MI (ICCF)
Fuente: http://ajedrezconfundamentos.blogspot.com/
                            Raul Grosso-Argentina